El deseo como forma de alteridad: cuando el mundo se vuelve espejo

En una época donde el narcisismo contemporáneo se disfraza de autoconocimiento y la conexión parece ilimitada, el deseo se ha convertido en una palabra casi incómoda.

Se habla de amor, de vínculos, de propósito, pero raramente del deseo como impulso vital, como fuerza que nos orienta hacia la alteridad, hacia lo que no somos.

Y sin embargo, sin deseo no hay encuentro real. Lo que hay es una danza entre reflejos: relaciones donde buscamos vernos reafirmados, no transformados.

Byung-Chul Han lo llama el infierno de lo igual: una sociedad donde la diferencia se percibe como amenaza. Donde lo distinto no despierta curiosidad, sino defensa.

El otro se vuelve un espejo funcional, una pantalla donde busco validación, pero no vínculo.
El eros —esa tensión viva entre dos que no son lo mismo— se desvanece.

Cuando el mundo se vuelve espejo, el deseo se extingue. Porque el deseo necesita distancia, misterio, alteridad.
En esa tensión entre “yo” y “tú”, entre “lo que soy” y “lo que no soy todavía”, nace la expansión.

El deseo como movimiento, no como carencia

Desde mi propia práctica terapéutica, comprendo el deseo no como algo que falta, sino como una corriente de energía que nos empuja hacia lo que nos completa simbólicamente.

Pero en la cultura actual, el deseo se asocia con culpa: “si deseo, soy egoísta”, “si deseo algo diferente, traiciono”, “si deseo demasiado, no merezco”.

Pasamos del hedonismo que nos reafirma de forma banal —el placer inmediato que no transforma nada—
al deseo culposo que nos inhibe de toda acción, como si todo impulso vital debiera justificarse moralmente.

De un exceso que vacía, a una represión que paraliza.
Y entre ambos extremos, el deseo auténtico se pierde, despojado de su potencia creadora.

El eros,  no es solo deseo sexual o romántico. Es una categoría existencial. Es la energía que nos saca del encierro del yo y nos lanza hacia lo desconocido.

Desear a otro no es poseerlo, es permitir que su diferencia nos desarme. Y ese desarme requiere de vulnerabilidad para que tras ella haya expansión. Ahí donde el yo es capaz de agrietarse, es donde entra la vida.

Por eso, el deseo auténtico no busca certeza, busca movimiento.
Y toda expansión conlleva riesgo.

Dejarse tocar por lo distinto es dejar morir una parte vieja para que algo nuevo pueda nacer.

Cuando el deseo se convierte en espejo

En consulta, muchas personas describen una paradoja de querer una pareja y siempre terminar con el mismo tipo de persona. 

Ahí está la trampa del espejo. No buscan realmente al otro, buscan reencontrarse con su herida: el reflejo de no ser elegidas, de no sentirse suficientes.

Ese deseo no es deseo, es repetición. Una deuda emocional heredada que sigue pidiendo ser saldada, pero nunca se paga, porque no se trata del otro: se trata del vacío de origen.

Amar no es encontrar un igual.
Es encontrar a alguien que, desde su diferencia, amplía tu mundo.
El amor consciente no elimina la distancia, la honra.
Y en esa distancia se construye el espacio donde ambos pueden transformarse sin perderse.

El eros verdadero no exige fusión, exige respeto.
No busca completud, sino expansión.

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